Keynes se dio cuenta de que la
forma clásica de entender el funcionamiento del sistema económico capitalista
no permitía explicar ni corregir las sucesivas crisis económicas. Resultaba
evidente que el nuevo capitalismo no podía gestionarse sólo con el lema de la “mano
invisible” del sistema liberal de comienzos de la revolución industrial.
Desde los años 70 del siglo XIX,
los Gobiernos habían comenzado a preocuparse de las cuestiones económicas como responsabilidad
del Estado para lograr la riqueza y la prosperidad de los ciudadanos. Keynes,
sin dejar de ser defensor de la economía de mercado, fue sensible hacia las
peticiones de intervención del Estado en el área económica, primero de manera tímida
y, tras la crisis de 1929, que simbolizó la quiebra del capitalismo liberal, con
un planteamiento decisivo.
Cuando Keynes publica en 1936 su
gran obra, “Teoria general del empleo, el interés y el dinero”, ya había una
experiencia de más de cinco años en la práctica de un modelo económico distinto
al de los postulados liberales clásicos.
La democracia liberal no era para
Keynes incompatible con una regulación del Estado. No abogaba por la propiedad
estatal de los medios de producción, sino por establecer un marco que permitiera
el desarrollo de la iniciativa privada, aunque sí cuestionó el automatismo del
mercado.
El diagnóstico keynesiano contempló
el equilibrio económico desde el punto de vista de la demanda, al contrario que
el postulado del economista Say, de que toda oferta crea su propia demanda. Pero
como el mercado no puede autorregularse con la simple mano invisible, para
acercarse al equilibrio de pleno empleo se requiere la mano visible del Estado,
estimulando la demanda.
Para ello, Keynes desarrolló una
visión macroeconómica apenas conocida hasta entonces, necesaria para la
formulación de las políticas económicas de los Gobiernos, muy distinta de la
explicación microeconómica clásica del mercado.
La demanda agregada de una
economía está formada por el consumo, la inversión, el gasto público y la
exportación neta. La importancia del Estado en la conducción y regulación económica
se debe a que puede compensar con gasto público las deficiencias del consumo y
la inversión privados, a fin de aumentar la producción y el empleo.
Tras la superación de los desastres
de la Segunda Guerra Mundial, hacia 1950 los Gobiernos europeos impulsaron la
demanda global a partir del gasto público. Con medidas fiscales y monetarias, facilitaron
el aumento de la demanda de bienes de consumo e inversión de empresas y
familias.
Una de las más importantes
consecuencias de las políticas keynesianas fue la constitución del Estado de bienestar.
Se demostró que era posible conseguir el crecimiento autosostenido, con la
intervención del Estado, sin establecer modelos totalitarios, como los surgidos
en los años treinta. Intervenir corrigiendo no era intervenir suplantando.
El mito del equilibrio presupuestario
había impedido la puesta en práctica de políticas anticrisis. Keynes rompió con
la ortodoxia presupuestaria a corto plazo con una dinámica fiscal activa,
utilizando el gasto público para generar demanda agregada.
Un componente importante de la
política fiscal es el impuesto progresivo sobre la renta, que se deduce de la
renta personal para obtener la renta disponible. Influye así en la capacidad de
consumo, junto a las transferencias del Estado a los perceptores de rentas bajas,
para favorecer el nivel de consumo.
Un porcentaje importante del
gasto público se dirige a la asistencia social para sostener el Estado de bienestar,
en forma de seguro de desempleo, asistencia sanitaria y transferencias asistenciales.
Más allá de las declaraciones
políticas y de los sesgos ideológicos, los datos confirman que el gasto
público, tanto en Europa como en EE.UU., en porcentaje del PIB, ha aumentado
desde la década de los años setenta.
A corto plazo, para minimizar las
consecuencias de la recesión derivada de la crisis sanitaria, los Gobiernos
europeos están recurriendo a las políticas económicas keynesianas. Será importante
cómo actúen después, en el largo plazo, afrontando las reformas estructurales en
cada país.
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