martes, 30 de julio de 2019

TENDENCIAS ECONÓMICAS

Los indicadores institucionales de coyuntura en España siguen mostrando una senda expansiva. Los datos macroeconómicos señalan un crecimiento anual del PIB en el segundo trimestre del 2,3%, más del doble de la media de los países europeos, impulsado por la elevada creación de empleo y el incremento del consumo privado y público, pero se espera una desaceleración en la segunda mitad del año.

Además de los índices oficiales de coyuntura publicados por los organismos públicos, los países utilizan el Purchasing Manager Index (PMI), un indicador avanzado de actividad, muy cercano a la evolución del PIB en la crisis financiera y la posterior recuperación. Se calcula en más de 30 países y su homogeneidad hace posible realizar comparaciones.

El Indice viene elaborado por Markit Economics desde abril de 2008 y su principal característica es que no se trata de una encuesta de opinión ni de expectativas, sino que se basa en datos reales, aunque las encuestas no preguntan cifras concretas.

En el caso de España, para la confección del Indice PMI se cuenta con la colaboración de la Asociación Española de Profesionales de Compras, Contratación y Aprovisionamiento (AERCE). Comenzó a realizarse en 1998 para la industria manufacturera y en 1999 para el sector de servicios.

El índice PMI es compuesto, dado que se calcula a partir de cinco indices ajustados estacionalmente, según la siguiente ponderación de las variables: Nuevos pedidos (30%), Producción (25%), Empleo (20%), Plazo de entrega de proveedores (15%) e Inventario de materias primas (10%).

Cada variable puede oscilar entre 0 y 100. Si se sitúa en torno a 50 indica que no se ha producido ningún cambio significativo respecto al mes anterior. Cuando el resultado es mayor que 50, ha habido cambios favorables y, si es menor de 50, señala deterioro respecto al mes precedente.


En el gráfico tenemos la evolución del indicador de los sectores (industria y servicios) en los últimos seis años.

El sector de servicio mantiene sus tendencia expansiva, aunque con menor intensidad, favorecido también por el incremento de gasto medio por visitante extranjero.

La industria parece que está cayendo en un estancamiento como consecuencia de la ralentización del comercio internacional, con una reducción de la cartera de pedidos, sobre todo en el ámbito del automóvil. La guerra comercial entre las grandes potencias provoca una pérdida de confianza de las empresas, porque la escalada arancelaria hace que el entorno global se torne cada vez más incierto.

Dado el carácter global de los cambios, los países europeos están pidiendo a las autoridades de Bruselas, quizás demasiado centradas en vigilar la ortodoxia contable, una mayor atención al planteamiento de estrategias innovadoras para el complicado escenario mundial.























martes, 23 de julio de 2019

LA COMPETITIVIDAD EN LA EUROZONA


La competitividad de un país en la Eurozona, en la que sus miembros no pueden recurrir a la devaluación monetaria, depende en gran parte de los costes laborales unitarios (CLU), que se obtienen por el cociente entre la remuneración real por asalariado y la productividad aparente del trabajo.

A su vez, la productividad laboral se mide dividiendo el valor añadido bruto en términos constantes (eliminada la inflación) y el empleo equivalente a tiempo completo.

Un país de la Eurozona en el que, con respecto al resto, crezcan menos los salarios o aumente más la productividad, mejorará la competitividad, al reducirse comparativamente los CLU. Es lo que ha ocurrido con España a partir de 2008, como podemos observar en el gráfico



En el período 2001-2008, con el desarrollo de la burbuja inmobiliaria, se deterioró la competitividad española por el incremento de las remuneraciones laborales y la escasa mejora (0,3% anual) de la productividad.

En cambio, en la última década ha mejorado la competitividad por la reducción de los CLU, como consecuencia del estancamiento salarial, y el avance de la productividad ligada a los despidos, que supuso un incremento cercano al 2% anual.

En el período de recuperación, el crecimiento del PIB está siendo intensivo en empleo, introduciendo parados en el mercado de trabajo, lo que supone escaso margen para aumentar la productividad, es decir, el valor añadido por empleado.

Entre 2013 y 2017, la productividad ha crecido entre el 0,1% y el 0,3% anual. En 2018, el crecimiento ha sido nulo, según el INE, es decir, que se estancó la capacidad de generar más bienes y servicios con el mismo número de trabajadores y demás recursos. Si se toma por hora efectivamente trabajada, el dato fue incluso negativo (-0,25%)

Se confirma así el típico comportamiento de la productividad en España: escaso avance en los períodos de crecimiento y, a base de despidos, notable impulso en las recesiones. En otros países europeos, el comportamiento habitual es que en las recesiones se reduzcan las horas trabajadas y caiga la productividad

El aumento acelerado del nivel de empleo y la reducción del elevado paro, ambos deseables, están suponiendo una salida de la crisis con menor productividad. Ganan peso relativo sectores menos productivos, como la construcción y la Administración Pública, en detrimento de otros más eficientes, como la industria.

Los organismos económicos internacionales ya avisan que el crecimiento de la ocupación se está produciendo en sectores de baja cualificación de empleo. También el Banco de España advierte que no se observa un cambio de modelo productivo en el empleo y recomienda diversificar sectores y favorecer el acceso a más educación.

Aunque España es homologable a los países del entorno en inversiones en activos tangibles, como maquinaria y equipamientos, tiene un desfase en activos intangibles, como I+D+i, bases de datos y software. Por otra parte, las PYMES españolas pueden equipararse a las extranjeras, pero el problema es que España tiene mucha mayor proporción de PYMES que otros países desarrollados.
















martes, 16 de julio de 2019

DESEQUILIBRIOS PRESUPUESTARIOS

Tras una década, España sale del llamado “procedimiento de déficit excesivo”, una normativa del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea que regula las finanzas de los países miembros, los cuales deben mantener un déficit presupuestario inferior al 3% del PIB y una deuda pública que no sobrepase el 60% del PIB.


España logró cerrar 2018 con un déficit del 2,5% del PIB, tres décimas mayor del objetivo señalado por las autoridades europeas para el año, pero suficiente para abandonar el procedimiento, que se abrió a muchos países europeos durante la crisis, aunque únicamente quedaba activo para España. Se ha pasado, en el lenguaje de Bruselas, del “brazo correctivo” al “ brazo preventivo”.

En el siguiente gráfico podemos observar la evolución del déficit público de España desde 1995 hasta 2018, según Eurostat:



La Comisión Europea abrió el procedimiento por déficit excesivo en 2009, tras registrarse un 4,4% el año 2008. El nivel máximo se dio en 2012 (10,5%) y, acogiéndose a cuatro prórrogas, se fue reduciendo progresivamente.

A partir de 2019, España estará en el “brazo preventivo”. Se vigilará el déficit estructural, el que se origina sin influencia del ciclo económico, y se prestará también atención al nivel de la deuda pública, que se situaba al comienzo del segundo trimestre de 2019 en 1,2 billones de euros, el 97% del PIB



El gráfico muestra la evolución de la deuda pública española, consecuencia de los desequilibrios anuales acumulados, que crece incesantemente desde el año 2009, comienzos de la crisis financiera, hasta alcanzar el equivalente a 25.200 euros por habitante en abril de 2019.

Además de advertir sobre el elevado endeudamiento público, la Comisión Europea señala que la proporción de ciudadanos en “riesgo de pobreza y exclusión social” es superior en España a la media de la Unión Europea, que las tasas de pobreza entre los trabajadores son más elevadas y que se deben tomar medidas para asegurar la sostenibilidad del sistema de pensiones.

No cabe duda de que el nuevo Gobierno español va a tener la complicada tarea de atender a la exigencia europea de reducir tanto el déficit estructural como la deuda pública, al tiempo que afronta las medidas necesarias para mejorar el bienestar social.












martes, 9 de julio de 2019

EL TOBOGÁN DEL EMPLEO

Al final de 2018 se cumplieron cinco años ininterrumpidos de crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB) español, a ritmos anuales en el entorno del 3%. Desde el inicio de la recuperación (2014) se han creado alrededor de 2,5 millones de empleos y el paro ha descendido aproximadamente en 2,8 millones de personas, hasta un entorno del 14% de la población activa. 


Como observamos en el gráfico, el empleo se incrementa notablemente en los períodos de auge económico, con apenas crecimiento de la productividad, y cae con fuerza en las recesiones, elevándose la productividad. Este comportamiento muy elástico, contrario al habitual en casi todos los países, provoca el llamado “tobogán del empleo”.

Así, en el período 2001 a 2008 creció casi tanto el PIB como el empleo, y en 2009, en plena recesión, el PIB cayó un -3,6% y el empleo casi el doble (-6,1%), incrementándose la productividad un 2,5%.

Un estudio de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) estableció que, para el período 1992-2008, la elasticidad del empleo (incremento de empleo dividido entre crecimiento real global del PIB) oscilaba en el conjunto de los países entre 0,32 y 0,37, con lo que, descomponiendo los aumentos del PIB en crecimiento del empleo y mejoras de la productividad del trabajo, dos tercios del crecimiento del PIB fueron atribuidos a ganancias de productividad y un tercio a aumento del empleo.

Se puede observar que, con el avance económico de los países, decrece la elasticidad del empleo, hasta situarse en muchas naciones desarrolladas en torno al 0,25, debido a que el avance tecnológico aumenta la productividad laboral.

Sin embargo, en España, la elasticidad del empleo superó a 1,5 en los años de la crisis financiera y en el quinquenio de recuperación económica ha descendido en torno a 0,9, superando aún en flexibilidad incluso a Portugal y Grecia.

Las últimas normativas laborales que se han tratado de implantar en España han fomentado la baja productividad y la volatilidad del empleo. La reforma de 2012 hizo posible mantener estancados los salarios pese a la mejora de la situación económica de las empresas, y la notable reducción de las indemnizaciones ha estimulado los despidos.

En las empresas medianas y grandes, la productividad es parecida a la media de la Unión Europea, dado que se adaptan a la transformación digital, pero en las de reducido tamaño, sobre todo las que cuentan con menos de 10 trabajadores, que representan el 90%, la productividad es baja.

Una de las razones por las que se ha destruido más empleo en España que en otro países de nuestro entorno ha sido la elevad dualidad del mercado laboral. Se ha calculado que el 85% de los contratos creados durante los años de la burbuja inmobiliaria eran temporales y también el 85% de los que se han destruido.

Han sido las reformas laborales de 2010 y 2012 las que han propiciado un significativo incremento del poder empresarial en el mercado de trabajo, por lo que, ante posibles nuevas crisis, parece necesario establecer políticas públicas que fortalezcan la negociación colectiva, priorizando el reparto de rentas y la reducción del tiempo de trabajo, al igual que lo hacen otros países, antes de recurrir al despido.



















martes, 2 de julio de 2019

EFECTOS DE LA AUSTERIDAD FISCAL

Algunos defienden como indiscutible la idea de que el Estado no debería gastar nunca más de lo que ingresa. Aunque tal afirmación parezca razonable, lo cierto es que no tiene fundamento económico. Los Estados pueden mantener en algunos períodos temporales cierto nivel de deuda pública sin caer en dificultades financieras, siempre que se mantengan en niveles de sostenibilidad. 

Si un país se financia con impuestos, tratará de que el incremento de los gastos públicos no suponga cargar al país con niveles tributarios que lleguen a afectar negativamente al consumo y a la inversión. Y si se financia a través de deuda, procurará obtener superavit presupuestario en los siguientes años con el fin de amortizarla, sin caer en “más deuda para hacer frente a la deuda”, salvo que logre que su economía crezca lo suficiente.

El grado de sostenibilidad de la deuda pública suele medirse tomando como referencia la proporción que representa sobre el PIB, pero habrá que tener en cuenta otros factores, como el tipo de interés que se ha de pagar y, en el caso de préstamos en otras monedas, la evolución de los tipos de cambio. Mientras el PIB de un país crezca por encima de los intereses que se deben pagar podrá incurrir en déficit sin aumentar la proporción de deuda.

Pero aunque no varía la tasa de endeudamiento sobre el PIB, sí aumenta el volumen de la deuda, por lo que el país correspondiente debe solicitar más préstamos. Cuando se da esta circunstancia en una economía en recesión, los prestamistas se plantean si el país estará en condiciones de devolver los fondos recibidos, sobre todo, si la economía está ya muy endeudada, y pueden llegar a denegar el préstamo.

La reacción habitual del Gobierno afectado suele ser recurrir a la austeridad fiscal, lo que supone recortar el gasto público o tratar de subir los impuestos, a fin de reducir las necesidades crediticias y demostrar a los prestamistas que se toman medidas para afrontar la situación. Pero la política de austeridad suele resultar contraproducente.

La recesión económica supone una caída del gasto del sector privado y, por tanto, de la recaudación tributaria. La política de austeridad de recortar el gasto público deprime la demanda y tiende a reducir la producción total del país, disminuyendo más los impuestos, con lo que resulta muy difícil llegar al objetivo de rebajar el déficit público.

La reciente experiencia de la austeridad en España se inició con la reforma constitucional de 2011, que modificó el artículo 135, para establecer que la deuda pública fuese lo primero a pagar frente a cualquier gasto del Estado en los presupuestos generales.

Al año siguiente, la ley orgánica sobre la “Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad” trató de afrontar una situación económica de profunda crisis, con una prima de riesgo elevada, un sector bancario a punto de colapsar y el país con grandes problemas estructurales. La ley vino a plantear un techo de gasto, señalando que no puede aumentarse por encima del crecimiento del PIB a largo plazo.

Este planteamiento de restricción ciega de la posibilidad de gasto, al llevar consigo severos ajustes, supuso alargar la crisis y trasladar la carga sobre los más vulnerables, dañando al Estado de Bienestar.

Una consecuencia de las medidas económicas ha sido convertir una situación de déficit público en un problema de endeudamiento, incentivado por la caída de la prima de riesgo en los últimos años. Se disparó el recurso a la deuda, hasta llegar al 98% del PIB en la actualidad, más consecuencia de los ajustes, con su secuela de caída en la recaudación, que de las políticas de estímulo económico.

La ley de 2012 ha condicionado al crecimiento económico los derechos y garantías de los ciudadanos, convirtiendo al Estado en un agente meramente pasivo, un planteamiento de la corriente neoliberal, empeñada siempre en reducir la capacidad de actuación económica de los poderes públicos.

Los defensores de las medidas de austeridad caen con frecuencia en el error de equiparar una economía con una familia, sin advertir que la familia puede llegar a devolver sus deudas limitando el gasto pero, en el conjunto de la economía, el gasto de una persona se convierte en el ingreso de otra, con lo que las medidas de austeridad que reducen el gasto terminan disminuyendo la renta que se genera en el país, hundiendo así la recaudación de impuestos e impidiendo que se alcance el objetivo de eliminar el déficit público y pagar las deudas.