Algunos defienden como indiscutible la idea de que el Estado no debería gastar nunca más de lo que ingresa. Aunque tal afirmación parezca razonable, lo cierto es que no tiene fundamento económico. Los Estados pueden mantener en algunos períodos temporales cierto nivel de deuda pública sin caer en dificultades financieras, siempre que se mantengan en niveles de sostenibilidad.
Si un país se financia con impuestos, tratará de que el incremento de los gastos públicos no suponga cargar al país con niveles tributarios que lleguen a afectar negativamente al consumo y a la inversión. Y si se financia a través de deuda, procurará obtener superavit presupuestario en los siguientes años con el fin de amortizarla, sin caer en “más deuda para hacer frente a la deuda”, salvo que logre que su economía crezca lo suficiente.
El grado de sostenibilidad de la deuda pública suele medirse tomando como referencia la proporción que representa sobre el PIB, pero habrá que tener en cuenta otros factores, como el tipo de interés que se ha de pagar y, en el caso de préstamos en otras monedas, la evolución de los tipos de cambio. Mientras el PIB de un país crezca por encima de los intereses que se deben pagar podrá incurrir en déficit sin aumentar la proporción de deuda.
Pero aunque no varía la tasa de endeudamiento sobre el PIB, sí aumenta el volumen de la deuda, por lo que el país correspondiente debe solicitar más préstamos. Cuando se da esta circunstancia en una economía en recesión, los prestamistas se plantean si el país estará en condiciones de devolver los fondos recibidos, sobre todo, si la economía está ya muy endeudada, y pueden llegar a denegar el préstamo.
La reacción habitual del Gobierno afectado suele ser recurrir a la austeridad fiscal, lo que supone recortar el gasto público o tratar de subir los impuestos, a fin de reducir las necesidades crediticias y demostrar a los prestamistas que se toman medidas para afrontar la situación. Pero la política de austeridad suele resultar contraproducente.
La recesión económica supone una caída del gasto del sector privado y, por tanto, de la recaudación tributaria. La política de austeridad de recortar el gasto público deprime la demanda y tiende a reducir la producción total del país, disminuyendo más los impuestos, con lo que resulta muy difícil llegar al objetivo de rebajar el déficit público.
La reciente experiencia de la austeridad en España se inició con la reforma constitucional de 2011, que modificó el artículo 135, para establecer que la deuda pública fuese lo primero a pagar frente a cualquier gasto del Estado en los presupuestos generales.
Al año siguiente, la ley orgánica sobre la “Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad” trató de afrontar una situación económica de profunda crisis, con una prima de riesgo elevada, un sector bancario a punto de colapsar y el país con grandes problemas estructurales. La ley vino a plantear un techo de gasto, señalando que no puede aumentarse por encima del crecimiento del PIB a largo plazo.
Este planteamiento de restricción ciega de la posibilidad de gasto, al llevar consigo severos ajustes, supuso alargar la crisis y trasladar la carga sobre los más vulnerables, dañando al Estado de Bienestar.
Una consecuencia de las medidas económicas ha sido convertir una situación de déficit público en un problema de endeudamiento, incentivado por la caída de la prima de riesgo en los últimos años. Se disparó el recurso a la deuda, hasta llegar al 98% del PIB en la actualidad, más consecuencia de los ajustes, con su secuela de caída en la recaudación, que de las políticas de estímulo económico.
La ley de 2012 ha condicionado al crecimiento económico los derechos y garantías de los ciudadanos, convirtiendo al Estado en un agente meramente pasivo, un planteamiento de la corriente neoliberal, empeñada siempre en reducir la capacidad de actuación económica de los poderes públicos.
Los defensores de las medidas de austeridad caen con frecuencia en el error de equiparar una economía con una familia, sin advertir que la familia puede llegar a devolver sus deudas limitando el gasto pero, en el conjunto de la economía, el gasto de una persona se convierte en el ingreso de otra, con lo que las medidas de austeridad que reducen el gasto terminan disminuyendo la renta que se genera en el país, hundiendo así la recaudación de impuestos e impidiendo que se alcance el objetivo de eliminar el déficit público y pagar las deudas.
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