martes, 3 de octubre de 2017

LAS EMOCIONES EN EL PATRÓN DE CONSUMO

Aunque nos consideramos plenamente racionales, lo cierto es que en todo los seres humanos se da una dicotomía: una parte del cerebro es intuitivo y rápido, en tanto que otra parte evalúa y razona lentamente. Por ejemplo, a veces compramos un objeto porque nos deslumbra (emoción), pero más tarde reconocemos que no fue una adquisición muy pensada (racionalidad).

Según Daniel Goleman, autor del famoso libro “Inteligencia Emocional”, en los humanos se experimenta un balance de ganancias y pérdidas internas, que es guiado por las emociones en una interacción determinada, bien sea con una persona o con un objeto. No sigue el criterio estrictamente económico, que buscaría la máxima utilidad. Además de los conocimientos sobre lo que se debe hacer, se tienen en cuenta también los sentimientos.

La economía emocional muestra que las implicaciones en cualquier decisión sobrepasan el ámbito específico de la economía. Es por ello que los productos y servicios necesitan inspirar y emocionar. En el campo del marketing está ya asumida esta tendencia, porque se ha identificado que la creación de valor en el futuro será sobre todo emocional e inmaterial.

Sabemos que cuando hay información asimétrica entre consumidores y vendedores, porque los vendedores conocen lo que están vendiendo mientras que los consumidores no saben realmente lo que están comprando, los precios resultan fundamentales para que el consumidor se oriente sobre la calidad de un bien. Es el caso de los coches de segunda mano, mercado en el que una reducción de precio puede provocar la caída de la demanda, debido a que se envía a los compradores una señal de que el vehículo es de menor calidad.

En los patrones de consumo se ha distinguido siempre entre los denominados “bienes inferiores”, aquellos que al aumentar la renta decrece el consumo (productos de primera necesidad), y se han considerado como “normales” aquellos que ante un incremento de renta aumenta también la demanda. Hay quien amplía el patrón de consumo, denominando ahora “bienes superiores” a los que cuentan con la confianza emocional en su calidad por parte de los consumidores.

Si los compradores acceden a pagar un mayor precio por la supuesta calidad del producto sin verificar sus cualidades intrínsecas, estamos ante los llamados bienes superiores que suscitan confianza emocional, cuya demanda crece aunque se incrementen los precios, en contra de lo previsto en la ley de la oferta y la demanda.

Las empresas que crean mercados de bienes superiores suelen desarrollar innovadoras técnicas comerciales con el fin de dar valor emocional a los productos, bien diferenciándolos, prestigiando la marca o creando intangibles. Cuando lo consiguen, los consumidores dejan de aplicar criterios racionales de relación precio-calidad. Compran el producto simplemente porque les gusta y el precio se desconecta de los costes de producción, al igual que sucede en las obras de arte.

Los mercados de bienes superiores han aumentado mucho en las sociedades desarrolladas. En un porcentaje creciente de productos, como coches, ropa, telefonía móvil, y otros muchos, los precios no están fijados por lo costes de producción, sino por la capacidad de gasto de los consumidores y por la confianza emocional que se deposita en su supuesta calidad.

Algunos expertos estiman que, además de una especialización en sectores de bajo valor añadido, las empresas españolas tienen dificultades para producir bienes superiores. Consideran que es necesario crear intangibles emocionales y desarrollar una moderna política industrial para enfrentarse a la creciente capacidad competitiva de los países emergentes.

España tiene una estructura productiva con elevado peso de empresas precio-aceptantes, con salarios bajos, posicionadas en mercados “low cost”, en los que se compite básicamente por precio. Este es un modelo que tiende a alimentar el colectivo de trabajadores con bajos salarios y con peligro de caer en “riesgo de pobreza”.




















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