La austeridad fiscal se identifica con medidas de cierto rigor en el control del gasto público, que los Estados tienden a aplicar cuando se registran déficit presupuestarios, con significativas diferencias negativas entre ingresos y gastos públicos, sobre todo en economías con elevado nivel de endeudamiento.
Las decisiones de austeridad fiscal suelen incluir habitualmente recortes salariales a los empleados públicos, reducción de prestaciones sociales (pensiones, subsidios de desempleo y otras transferencias), descenso de inversiones publicas, privatización de activos y subidas de impuestos.
Así sucedió en la Gran Recesión, a partir de 2010, con las medidas de consolidación fiscal aplicadas en España, que precarizaron a la población, con recortes en servicios sociales y sin apenas apoyo a colectivos vulnerables. La reducción de empleo y las pérdidas salariales afectaron a la demanda de consumo que, bajo los efectos de los multiplicadores keynesianos, encauzaron la caída de la economía en una segunda recesión dos años más tarde.
Con la ley de estabilidad financiera de 2012 se pretendió dar cobertura a la normativa neoliberal, respaldada por la Unión Europea, que vino a reafirmar las políticas de ajuste y los recortes, argumentando que eran los instrumentos idóneos para abordar situaciones de recesión económica.
Pero no se espera que una estrategia de austeridad solucione los desequilibrios que está produciendo la nueva crisis económica, esta vez provocada por la pandemia del coronavirus Covid-19. No cabe duda de que las cuentas públicas deberán sanearse y mejorar la eficiencia de las administraciones públicas, pero no con normativas rígidas de consolidación fiscal.
Parece que la pandemia está ayudando a establecer una visión distinta de la política económica a aplicar, a pesar de que algunos partidarios de la austeridad expansiva y profetas de calamidades auguren problemas si no se implantan recetas neoliberales.
Jerome Powel, Presidente de la Reserva Federal americana, afirmaba recientemente que “ La gravedad de la recesión dependerá de las medidas de política adoptadas en los diversos niveles del Gobierno para prestar socorro y apoyar la recuperación económica”. Algunos analistas añaden que, aun reconociendo la importancia de la política monetaria de los bancos centrales, hay mucho más que un Gobierno puede hacer.
En este período de crisis, el esfuerzo económico de la política fiscal en España ha recaído en los sectores más sensibles y en el mantenimiento de empleo en las situaciones de caída temporal de la actividad.
Como vemos en el gráfico, España se encuentra, con el 4,3% sobre el PIB, en un nivel intermedio entre los países europeos en el gasto presupuestario de apoyo por las consecuencias del Covid-19.
Por las declaraciones de responsables de instituciones económicas, se puede constatar que está suavizandose la perspectiva negativa sobre las consecuencias de una deuda pública elevada y se propugna una revisión internacional de los endeudamientos, sobre todo en los países menos desarrollados.
Asimismo, investigadores del Fondo Monetario Internacional (FMI) reconsideran el papel de la inversión pública, que de ser considerada como poco relevante y más bien propicia a generar incrementos de deuda y déficit, la encuentran ahora como determinante en tiempos de incertidumbre, con capacidad para fomentar la inversión de las empresas privadas.
Algunos investigadores demuestran que el efecto de la inversión pública sobre la renta es positivo y permanente, tanto en el corto como en el largo plazo, y puede conseguir elevar el PIB en una cantidad mayor que la invertida inicialmente,
Se estimaba hasta ahora que la intervención del Gobierno en la economía, aunque fuera por buenas causas, tenía costes por la pérdida de eficiencia y de crecimiento. Sin embargo, nuevos planteamientos afirman que un sector público emprendedor no tiene intereses tan opuestos a los sectores privados, y puede orientar la política económica, en gestión compartida con lo agentes económicos y sociales, hacia una mejora del desempeño económico.
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