Hemos pasado en poco tiempo del miedo a la deflación al temor a una inflación difícil de controlar, con la consecuencia de una recuperación menguante del Producto Interior Bruto (PIB), un indicador que muestra en España una tasa de crecimiento en descenso.
Se esperaba que, una vez mermada la virulencia de la pandemia, la recuperación de la producción sería rápida, pero el reinicio del funcionamiento de las cadenas de suministro ha resultado complejo, con demanda embalsada y ahorro forzoso acumulado.
La oferta productiva no ha sido capaz de responder a la demanda, ocasionando cuellos de botella productivos, logísticos y de transporte, con aumento generalizado de los precios de materias primas, energía y bienes intermedios.
Dos indicadores básicos de la evolución económica son el PIB y la productividad. El PIB real por habitante, una vez eliminada la influencia de los precios, ha crecido en los últimos 26 años en torno al 30%, lo que equivale a una tasa acumulada anual del 1,05%, poco más que la mitad del crecimiento anual conseguido, por ejemplo, por EE.UU en igual período.
En cuanto a la productividad, medida como PIB real por trabajador, ha crecido en los 26 años un 7,9%, que supone una tasa acumulativa anual del 0,3%. Esta es denominada “productividad aparente del trabajo” porque incluye también la productividad del capital y otros factores. Comparada, por ejemplo, con la tasa alemana, resulta muy escasa, consecuencia seguramente de la menor dimensión de las empresas españolas y de su bajo nivel de internacionalización.
Vemos en el cuadro, elaborado por Jose Antonio y Miguel Angel Herce, que el PIB real por habitante de España era en 1995 el 72,75% del promedio de la Eurozona y en 2021 descendió al 71,77%. En un cuarto de siglo, en el que se han recibido ayudas estructurales procedentes de la Unión Europea, el país no ha logrado acercarse más a la posición media europea.
En cuanto al segundo indicador, la productividad aparente del trabajo, el indicador ha pasado del 95,77% respecto de la Eurozona en 1995 al 85,74%, un retroceso significativo de 10 puntos.
El crecimiento del PIB procede de tres fuentes básicas: la acumulación de horas de trabajo, la acumulación de inversiones en equipamientos productivos (capital) y la acumulación de tecnología, también denominada “progreso tecnológico”.
El efecto en el crecimiento del PIB de los dos primeros se estima directamente, en función de sus participaciones en la renta nacional. En cambio, la participación del progreso tecnológico se deduce de restar al total de crecimiento los resultados de los otros dos factores.
El progreso tecnológico impacta en el PIB a medida que se renueva el trabajo y el capital aplicados a la producción. Por este motivo, al efecto tecnológico, que esta detrás del aumento de la renta por habitante y de la productividad, se le denomina “Productividad Total de los Factores” (PTF),
Por tanto, la PTF recoge los elementos que logran hacer más productivos lo recursos de capital y trabajo, aumentando la eficiencia de los mismos gracias al progreso tecnológico incorporado en los nuevo equipos productivos y humanos. Por ejemplo, a través de la formación continua de los trabajadores o la capacitación de la gerencia para tomar decisiones.
Según los datos publicados por la Fundación BBVA, la economía española tiene un problema estructural de incierta productividad. En términos de PTF, se produjo una caída del 10,5% entre 1995 y 2017, cuando en la Eurozona se incrementó en el 1,4% y en el conjunto de la Unión Europea en el 4,5%. En el desfase español respecto de otros países europeos han influido sin duda la reasignación masiva de trabajadores a sectores poco productivos, como la construcción o los servicios básicos de turismo.
En definitiva, el crecimiento del PIB español se ha conseguido aumentando el número de trabajadores o de horas trabajadas y realizando importantes inversiones de capital. La Productividad Total de los Factores no ha logrado ninguna aportación al crecimiento del PIB real en las últimas décadas, circunstancia que puede explicar el grueso de la diferencia observada en el nivel de PIB por habitante respecto a la media europea.