En la última década han ido aumentando las voces que reclaman repensar seriamente las políticas económicas, a fin de evitar que se orienten sólo por los habituales indicadores del crecimiento, en especial por el tradicional Producto Interior Bruto (PIB).
Se pide poner el foco en captar la evolución del bienestar de los ciudadanos, sin suponer que el crecimiento económico conduce inexorablemente a la mejora del buen vivir colectivo. El objetivo sería tratar de afinar en la contabilización de la producción y la riqueza para que muestren con veracidad la vida real de los ciudadanos.
Hace diez años, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), con gran influencia en las políticas públicas de sus países miembros, solicitó a un grupo de prestigiosos economistas un informe bajo el título de “Más allá del PIB”. El documento ha promovido diversos encuentros y conferencias en los últimos años para avanzar en este enfoque.
El PIB es una “convención” que nació con la Gran Depresión de los años 30 y la economía de la Segunda Guerra Mundial, de tal modo que asoció el valor y el precio, excluyendo todas las actividades que no tienen precio.
Entre las limitaciones del PIB se encuentran la no inclusión de las actividades productivas de las familias, como el trabajo doméstico y el cuidado de niños y adultos dependientes. Por ello, a medida que crece el PIB, parte del crecimiento es un cambio de la producción familiar a la producción de mercado, con lo cual se sobrestima la mejora del bienestar.
Otras limitaciones son que deja a un lado la economía informal, que se oculta para evadir impuesto y regulaciones; se olvida del tiempo libre, que puede considerarse un bien económico en cuanto que hace una aportación al bienestar, y no resta el coste de la contaminación, que influye en la calidad del medio ambiente.
La reciente Gran Recesión ha puesto de manifiesto las dificultades del PIB para recoger la situación de la gente corriente. En la mayoría de los países europeos, el aumento del PIB no ha acarreado la mejora de los colectivos más desfavorecidos, lo cual ha incrementado la desconfianza en los dirigentes políticos.
Los expertos de la OCDE recalcan que la medición va unida a la acción, con lo que las malas mediciones llevan a actuaciones desacertadas, y aquello que no se mide queda generalmente ignorado. De ahí la importancia de una mejor información estadística, con desgloses por sexo, edad y nivel de ingreso.
Ante las carencias del PIB, han surgido diversos indicadores alternativos que tratan de recoger mejor la realidad económica de los países y de sus habitantes. El más consolidado es el Indice del Desarrollo Humano (IDH), promovido por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en el que se combina el PIB con la esperanza de vida, la educación y la desigualdad.
Han ido surgiendo otros indicadores, como el Indice de Progreso Real, que es el de referencia para los ecologistas, el Indice de la Felicidad y el Indice de Vida Mejor, este último impulsado por la OCDE. Pero ninguno se ha consolidado como alternativa aceptada en general para el diseño de políticas públicas.
Será interesante que se llegue a consolidar una nueva medida, pero no cabe duda de que más importante que acertar con el indicador adecuado es enfocar el sistema económico hacia el bienestar humano, porque la orientación actual se centra en un mayor crecimiento en producción y consumo, con escasa consideración a los problemas medioambientales y a las necesidades básicas de los ciudadanos.
Se pide poner el foco en captar la evolución del bienestar de los ciudadanos, sin suponer que el crecimiento económico conduce inexorablemente a la mejora del buen vivir colectivo. El objetivo sería tratar de afinar en la contabilización de la producción y la riqueza para que muestren con veracidad la vida real de los ciudadanos.
Hace diez años, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), con gran influencia en las políticas públicas de sus países miembros, solicitó a un grupo de prestigiosos economistas un informe bajo el título de “Más allá del PIB”. El documento ha promovido diversos encuentros y conferencias en los últimos años para avanzar en este enfoque.
El PIB es una “convención” que nació con la Gran Depresión de los años 30 y la economía de la Segunda Guerra Mundial, de tal modo que asoció el valor y el precio, excluyendo todas las actividades que no tienen precio.
Entre las limitaciones del PIB se encuentran la no inclusión de las actividades productivas de las familias, como el trabajo doméstico y el cuidado de niños y adultos dependientes. Por ello, a medida que crece el PIB, parte del crecimiento es un cambio de la producción familiar a la producción de mercado, con lo cual se sobrestima la mejora del bienestar.
Otras limitaciones son que deja a un lado la economía informal, que se oculta para evadir impuesto y regulaciones; se olvida del tiempo libre, que puede considerarse un bien económico en cuanto que hace una aportación al bienestar, y no resta el coste de la contaminación, que influye en la calidad del medio ambiente.
La reciente Gran Recesión ha puesto de manifiesto las dificultades del PIB para recoger la situación de la gente corriente. En la mayoría de los países europeos, el aumento del PIB no ha acarreado la mejora de los colectivos más desfavorecidos, lo cual ha incrementado la desconfianza en los dirigentes políticos.
Los expertos de la OCDE recalcan que la medición va unida a la acción, con lo que las malas mediciones llevan a actuaciones desacertadas, y aquello que no se mide queda generalmente ignorado. De ahí la importancia de una mejor información estadística, con desgloses por sexo, edad y nivel de ingreso.
Ante las carencias del PIB, han surgido diversos indicadores alternativos que tratan de recoger mejor la realidad económica de los países y de sus habitantes. El más consolidado es el Indice del Desarrollo Humano (IDH), promovido por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en el que se combina el PIB con la esperanza de vida, la educación y la desigualdad.
Han ido surgiendo otros indicadores, como el Indice de Progreso Real, que es el de referencia para los ecologistas, el Indice de la Felicidad y el Indice de Vida Mejor, este último impulsado por la OCDE. Pero ninguno se ha consolidado como alternativa aceptada en general para el diseño de políticas públicas.
Será interesante que se llegue a consolidar una nueva medida, pero no cabe duda de que más importante que acertar con el indicador adecuado es enfocar el sistema económico hacia el bienestar humano, porque la orientación actual se centra en un mayor crecimiento en producción y consumo, con escasa consideración a los problemas medioambientales y a las necesidades básicas de los ciudadanos.
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