La política de rentas se fundamenta en un pacto para contener la inflación renunciando a indexar salarios y precios, es decir, no aumentarlos automáticamente con el Indice de Precios de Consumo (IPC), lo cual supone aceptar una pérdida de poder adquisitivo.
En el pacto se suele aceptar que los incrementos salariales serán inferiores a la inflación y, por tanto, perderán capacidad de compra. Los sindicatos se encargan de reflejar el acuerdo en los convenio colectivos.
La contrapartida empresarial que se pacta suele ser la congelación o limitación de los dividendos que se pagan a los dueños del capital, pero puede que no suponga una pérdida de poder adquisitivo. Los beneficios no repartidos se acumulan en la empresa y se pueden convertir en inversiones o dedicarse a la compra de activos financieros, que darán rendimientos distribuibles en el futuro.
A veces se habla de reducir los márgenes empresariales, pero esta medida exigiría una mayor capacidad de control sobre las empresas. La acción sobre los salarios es posible por los convenios colectivos, pero la decisión sobre el precio está de modo individual en cada empresa.
La alternativa del pacto de rentas formal entre sindicatos y empresarios es la situación de hechos consumados que se está dando en los últimos meses. Los convenios recogen la caída de la capacidad adquisitiva de los trabajadores y las empresas no pueden trasladar todo el aumento de costes a los consumidores, lo que implica que soportan parte de la inflación.
La cercanía actual a una inflación del 10% anual en marzo parece abocarnos a un pacto de rentas. Las dificultades de suministros y los precios de la energía, que se hicieron evidentes cuando empezamos a salir de la pandemia, son los principales causantes.
Es cierto que las tendencias inflacionarias iban en aumento debido a la escasez de combustibles fósiles, recursos no renovables, que se están agotando, sin que surjan sustitutos viables, en el proceso de transición energética.
El encarecimiento de la energía se transmite prácticamente a todos los productos y servicios. Solamente el transporte de los productos agrícolas requiere el consumo de importantes cantidades de combustible diésel. Como los alimentos intervienen en las cadenas de producción de muchos bienes y servicios, impulsan el incremento generalizado de precios.
Vemos en el gráfico la caída de la capacidad de compra de los salarios del 3,6% en 2021 y la previsión para este año: descenso del 4,5%.
El efecto inmediato de las subidas de precios es, por tanto, la disminución del poder de compra de las familias, lo cual reduce el consumo y la demanda agregada. Al mismo tiempo pierden competitividad las empresas, reduciéndose también las exportaciones.
La inversión privada se verá afectada por la incertidumbre de un futuro en el que las ventas caen y los costes de producción crecen. Será difícil que esta situación lleve a los empresarios a endeudarse o a dedicar mayores recursos propios a nuevos proyectos.
El sector público tampoco está en situación de expandir el presupuesto, por lo que el Gobierno español ha planteado en el Congreso de los Diputados un plan nacional de respuesta al impacto de la guerra, que incluiría el impulso de un pacto de rentas, pero los sindicatos se muestran escépticos en poder llegar a un acuerdo a corto plazo.
Este acuerdo, según apuntan desde el Ejecutivo, proporcionaría estabilidad desde la perspectiva de los costes sociales y los beneficios empresariales, la protección de las familias más vulnerables y de los sectores afectados, como el turístico y el agrícola, así como medidas para profundizar en la transición energética.
En definitiva, el reto es repartir las facturas de la guerra, la energía y las materias primas, así como las consecuencias de la crisis sanitaria, aceptando el compromiso empresarial de reducir dividendos y compartir beneficios, al tiempo que las pérdidas reales de salarios se vean compensadas en los próximos años.