El crecimiento económico, medido con el Producto Interior Bruto (PIB), se viene considerando como el objetivo básico de la política económica, argumentando que incrementa el nivel de empleo y aumenta el bienestar general.
Sin embargo, hay que reconocer que el PIB no recoge algunos aspectos importantes para el bienestar, porque no tiene en cuenta los cambios en la calidad de vida. Las condiciones laborales, el tiempo de ocio y el acceso a los servicios sanitarios y educativos son ignorados por el PIB.
El verdadero nivel de la actividad de un país es subestimado por el PIB al no tener en cuenta los bienes y servicios que no pasan por el mercado. Es el caso de los servicios domésticos y los cuidados familiares.
Cuando un miembro de la familia realiza las tareas domésticas o cuida de una persona dependiente, el trabajo no lo contabiliza el PIB. Sin embargo, si se contrata a una persona para realizar esas tareas, sí se tiene en cuenta en el cómputo de producto del país.
A rellenar esta laguna, como información complementaria, viene el estudio realizado por el Instituto Vasco de Estadística (EUSTAT), que ha elaborado la Cuenta Satélite del Trabajo Doméstico 2013. Nos indica que el valor económico no remunerado aportado por las actividades realizadas por los hogares fue de 21.342 millones de euros, un 32,4% del PIB correspondiente a la Comunidad Autónoma del País Vasco.
En el siguiente gráfico y el cuadro de datos observamos la evolución en los últimos 20 años:
Los datos evidencian el carácter contra cíclico de este tipo de trabajo, dado que su proporción respecto al PIB se incrementa en los períodos de declive económico, 1993 y 2013. El mínimo, un 28,7%, se situó en el año 2008, al final de la burbuja inmobiliaria. En los años siguientes va aumentando debido a que la crisis económica hace que muchas personas pasen de trabajar en la economía de mercado a quedarse en casa para atender las necesidades domésticas.
La principal dedicación del trabajo doméstico es la compra y preparación de las comidas (43%), seguida de las labores que exige la limpieza y el mantenimiento de la vivienda (31%), y facilitar cuidados y educación (18%). La ropa y otras gestiones (8%) completan las tareas domésticas.
En cuanto a la evolución del trabajo doméstico por género, la participación del hombre ha pasado de un 20% en 1993 a un 33% en 2013, es decir, que aún hoy día la participación del hombre no va más allá de la mitad de la dedicación de la mujer.
Ante esta desproporción en las tareas domésticas, el planteamiento desde la denominada “economía del cuidado” es que se debe equiparar el trabajo familiar doméstico con la producción y el intercambio mercantil como generadores de valor económico. Se considera que “la división sexual del trabajo no solo diferencia las tareas que hacen hombres o mujeres, sino que también confiere o quita prestigio a esas tareas y crea desigualdades en las recompensas económicas que se obtienen"
Al fin y al cabo, el objetivo final de la actividad económica no es otro que la sostenibilidad de la vida, lo cual supone organizar la producción, la reproducción y los intercambios para que la vida se reproduzca y perdure en las mejores condiciones con justicia e igualdad.